PREDICAMENTOS

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PREDICAMENTES

MARGINALIA

Antífona de los dos discípulos








Prólogo

Escribo, de forma ocasional, y eso es todo.
El cómo y el porqué muy poco importa.
¿Aturdir las horas con mis versos? No lo sé. Nunca lo supe.
Deciros que escribí de tarde en tarde, muy espaciado, algún que otro renglón.
Y los guardé, improvisados, en hojas polvorientas.
¿Alguna explicación? Nunca lo supe.
Alguna que otra vez. Sin ningún drama.
En las horas más claras de la vida.
Sólo el oficio.
O quizás...
Escribo, de forma ocasional. El cuándo y el porqué muy poco importa.

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Se encontraba suspendido en su mundo
dando sus cadencias al mar
a la tierra
al aire.
Dejaba tras de sí sus notas
con un desdén febril, meticuloso,
esperando sin sentir,
sin sentir pero sabiendo,
lo que es nada.
Y allí suspendido sonreía a todo;
amargo el rictus en la mirada
y un veneno oculto entre los labios.
Un vestigio de estrella su ventana
al Mar y al Sol en un solo cuerpo.
Se encontraba dormido en sus aires,
dando sus cadencias al mar,
a la tierra,
al aire,
esperando sin sentir,
sin sentir pero sabiendo,
con frenesí de vida,
lo que es la nada.

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Sufrir el tiempo siempre. Lo perdido.
Un presente continuo hacia la nada.
El futuro: un ayer en el mañana.
Y siempre batallar siempre en lo efímero.


Morir es su destino y lo presiente
midiendo a cada instante su distancia.
Un deseo de vivir en la ignorancia
y un irse consumiendo mansamente.
Temblor callado es que se eterniza
en un secreto anhelo de esperanza.
Y todo gozo es gozo que se alcanza
en un sabor a polvo y a ceniza.
Morir es mi destino y mi tormento
y siempre ocultamente (y siempre en vano
escondido en la vida) hay un acento
a quien me ofrecería aquí en mi mano
una luz que aliviara el pensamiento,
de la tierra, del fuego, del gusano.

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Ars vivendi, ars scribendi

El centro de mi alma es una ausencia
que no pienso escribir en estos versos.
Es ausencia y temblor que dejo inmersos
en un cordial rincón de mi conciencia.
Territorios visito con frecuencia
ahuyentándome de ojos tan adversos
que, en mirando, desaten los dispersos
manantiales que alumbren mi dolencia.
Me sentaré tranquilo en mis telonios,
bajo un cielo sereno, de mesura,
y no daré de mí más testimonios.
Destierro de por vida la aventura;
pues no he de alimentar yo mis demonios
para hacerlos después literatura.

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CRÓNICA
  
1
¿Hablaré de sobremesas mortecinas, de ingrata dejadez que llamaría
(poeta del hastío, moderno y previsible) abulias y desganas y fastidios?
O puedo simularos (se llevó en círculos y escuelas)
furores, desvaríos, extraños pensamientos y extrañas expresiones,
fingiendo apabullar el Universo con terribles, tremendas boberías.
O, más contemporáneo todavía,
al modo y al estilo de uso en u.s.a. no hace mucho,
vestiría la túnica del caos
(oficiante intencionado de un rito intencionado de ignorancia)
para gritar la confusión confusamente,
las convulsiones del alcohol, el sicotrópico y el sexo,
logomaquias de un imbécil poeta neoyorquino, quizás de San Francisco,
vástago tontuelo e imposible de una tonta libertad de puritanos.
Sí y no.
Hablaré de sobremesas mortecinas en grata dejadez,
serenos decaimientos,
fastidios y desganas deliciosas, abulias placenteras,
Arrellanado en el sillón de todas las ausencias,
complaciente y complacido,
a distancia amable y socarrona del fuego y el fervor de nuestra carne,
no apetezco bregar con la existencia, el inútil bagaje de la vida.
Entonces, con plácida sonrisa,
contemplando mis propias lejanías en la pared de enfrente de la mesa,
me encanta bosquejar tranquilamente inciertos y vagos paraísos,
sin límites,
de humildes perfecciones.
Después, más adelante (aventura extraordinaria)
bogar sin rumbo, a la deriva por una tibia luz de la consciencia,
sin mares y sin costas, sabiendo y no sabiendo mi norte y mi levante,
sin mirar la aguja, sin apuntes en el cuaderno de bitácora.
Y, al fin, sólo un estado.
El ocio señorial del pensamiento.

2
Sin embargo, algunas veces, he de admitirlo,
en el trasfondo de aquel suave cansancio suenan ecos de un temblor difuso,
una eclosión informe
removiéndose por ser, llegar a la existencia
buscando a tientas las palabras.
Entonces,
con plácida sonrisa y esfuerzo suave y reposado,
todo entero observándome a mí mismo, redundante, en laxitud convaleciente del espíritu,
me empeño en esbozar algún que otro renglón (lo dije ya una vez, si todo no es un sueño);
partero de los hijos de mi alma,
de ese algo pugnando en las entrañas que no logra alcanzar la luz del día.
Tierna crónica de un tierno fracaso
que aplazo, no obstante, por si acaso,
al azar de mis notas y carpetas.
Y atiendo;
(no es la depresión, no es el cansancio, ni en vela y despierto, en otros modos)
Oigo el tic-tac que en esas tardes acompasa el lento ritmo de las horas.
Atiendo y oigo en mi silencio absorto el fluir, mudo y constante, de la arena;
caer la arena en el reloj del mundo.
Hora es ya de planear in mente el estadillo final de la jornada.
La hora de salir, con tiempo calculado (sin consultar ninguna esfera, os lo aseguro).
Llegarme al ancla, allá en Pescadería, a la hora en que se inicia el declive de la tarde.
Atravieso, inmerso en los colores mansamente derramados por el Sol desde el Poniente,
el Parque junto al Puerto, la Rambla, las orillas del mar, atento solamente a la bahía.
Alcanzo El Palmeral donde contemplo, traspasado, los fastos y apoteosis del Ocaso.
Al término, en meditada lentitud, me alejo siguiendo la estela de los árboles,
un tanto ajeno y aturdido por el don de la reciente maravilla.
Calles. Avenidas. El gris acerado del asfalto.
Y el azul en la bóveda del cielo.

3
Busco otra altura de la Rambla y de mi ánimo, con ese azul del cielo vencido por la luz de las
                                                                                                                                 farolas]
Un cielo de ciudad casi nocturno.
Un cielo de ciudad que (¿desde cuándo?) no transparenta las estrellas.
Hora es ya de declarar el destino de tal itinerario:
periplo a una taberna con dos puertas de entrada, cuyo nombre no importa y me lo guardo
(ciertos lectores, a la fecha en que escribo estas nonadas, sonrientes, ya lo habéis adivinado)
Desportillada. Cochambrosa. Un punto infame, a ser sincero.
(Y al oído: con fauna propia ambientando su propio ecosistema)
Pero es la de siempre, aún más por la noche: íntima, amigable, amarillenta ¿Cómo evocárosla?
Algo así al Café de noche de Van Gogh en un tono menor de la tristeza.
Me allego por la puerta de atrás, el callejón oscuro y solitario; comprendedme.
Allí los parroquianos ocupan los sitios de costumbre y se entregan, por costumbre,
(yo no intervengo, siempre advenedizo) a una balacera de pullas y de ingenio.
Es taberna, es parroquia y escenario de un entremés improvisado de la vida.
Pago. Saludo apresurado. Me arrojo a callejas humildes, pálidamente iluminadas;
con pasos rápidos, al arrimo de paredes desconchadas,
mirando las aceras por no ver los bloques de ignominia
(¡ah!, no evocar portales y fachadas, pasillos y escaleras de presidio,
paisajes infernales a patios interiores de condena:
sucia invitación a la fealdad, al agobio de vivir, al suicidio vulgar y sin nobleza)
Por último, casi en volandas
(apremio que no es la depresión ni es el cansancio ni es desasosiego: en otro modo)
ocupado el pensamiento, y ya termino,
en llegar, subir de dos en dos los escalones, abrir, echar las llaves
(encerrando tras la puerta, fuera de casa, el mundo, mi persona, la existencia)
y sin hacer caso de nada ni de nadie
ovillarse en el lecho apetecido.
Cerrar los ojos. Ignorarlo todo.
Más allá de la calma y del sosiego.

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Epohè

Dejar pasar el tiempo, indiferente. Con gesto de indolencia
desechar los pensamientos, las caricias.
Oír calladamente el silencio. Mirar sin darles nombre, muy lentamente,
cosa por cosa: un extraño a quien le ocurre la existencia.
O escribir estos versos, por ejemplo.
Momentos de abandonos, de esperas, de verdades.
Porque abrazamos sombras en vez de realidades
y aspiramos con fervor rosas de un día,
guardé siempre conmigo, recogidas,
estas horas de ausencia, de repliegue y de vacío.
El rumor de la lluvia en la ventana.
Y mañana,
otra vuelta de tuerca a mi destino.

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Una moción al modo de un Arte Poética de Neruda

¡Esta luz ausente, inmersa en el tumulto!
¡Esta sombra muda hablando sin descanso! ¡Esta quietud!
¡Oh, sí, esta quietud incesante deambulando los espacios angostos de mi dormitorio
sin límites!]               
Y este olor nocturno a no sé qué espantos, de un sumidero algo lejano,
como una sentina cegada - ¡oh, sombra de mi luz! - a la cabecera de la cama.
Y al hablar, entonces: un texto borroso hay, y una página en blanco,
un silencio atronador de amontonamiento sin nombres
y una débil convulsión inútil, como temblor desarbolado
de ansias derrocadas y lujurias marchitas.
Sobre mis días, sobre mis horas, una calima densa, extenuante,
el sabor a polvo, monótono y tenaz, de mueble antiguo;
y también, quizás, el aire enmohecido de los salones muertos,
de alcobas ya desalojadas por sus dueños hace ya años
me acompaña, y la tierra áspera que estrujo entre mis manos,
¡oh, tiempo!
en mañanas que no quiero despertarme,
en tardes de relojes somnolientos y estériles
y noches abrumadas sin peso ni medida;
¡oh, sí! como una turbia postración en el centro de mi celda,
mi presidio, mi desierto, abandonado,
cuando ya no hago preguntas
y no espero respuestas.
Pero, de pronto, en verdad: un impulso huracanado, un viento impetuoso
me arrebata, y una brisa cierta y un aire celeste y un vuelo de águila;
un derrumbe hay, un olvido sin término y una entrega confusa.

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  La sobremesa de un incipiente verano. Alguien ha abatido las persianas  evitando la excesiva curiosidad del Sol. Por los resquicios, pequeños haces de luz atraviesan la penumbra del cuarto solitario. Una mesa arrimada a la pared, bajo la ventana. En ella, sobre el blanco mantel, un rayo incide en una copa con vino. El poeta pasa y mira.
  La penumbra, las finas láminas de luz, el destello en el vino y el cristal, la purísima blancura, la quietud, la soledad y el silencio.
  Un ligerísimo temblor, un acorde, un delicado movimiento en profundas lejanías del alma ¡Una Creación inmensa en el espacio y en el tiempo, para tejer en su decurso, estas perfecciones del instante, del presente! ¡Un ser efímero y consciente, partícula en el río universal, para contemplarlas, aquí y ahora! El poeta asiente a la llamada. En señal de reconocimiento impetra al vino y dice:


En la copa te he visto traspasado
por las luces doradas de la tarde,
reposo en equilibrio, rojo alarde,
en el cristal de Sèvres diseñado.
El rincón de la estancia. En ese lado,
hiriendo la penumbra que lo guarde,
sobre el blanco mantel se incendia y arde
de la rosa el color más delicado.
El rayo que del Sol se desgajara,
consagrada liturgia del presente,
se hace dueño de una hora placentera.
Así quisiera yo que traspasara
la más amable luz, más esplendente,
por este corazón que tanto espera.

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Bosque


Verdes son los verdes.
Esencial la vida.
Se adentran las frondas
por el monte arriba.
¡Qué impulso a la cumbre
de olmos, robles, mirtos!
¿Buscarán la brisa
de un vuelo divino?
Rumores anuncian
corrientes y arroyos;
cristalinas aguas
para verdes sotos.
Se esparcen fragancias
por el aire entero
encelando seres
al herirles dentro.
Por entre las ramas
hojas interpuestas
tamizan las luces
en columnas tersas.
Revuelo de pájaros
asaetando curvas:
un misterio vela
en toda criatura.
Florece en el bosque,
allá, en la espesura,
otros cien colores
en ofrenda pura.
El calor de Junio
es dulce respuesta:
¿acaso los cielos
no saben de ofrendas?
Se adensa la selva
por quiebras y cerros,
alumbrando encubre
más vida en su seno.
El Sol en lo alto
lo apacigua todo:
¡tantos amarillos
derramando en torno!
El alma comprende
que arriba el principio
de todo este bosque
construye su nido.
Y lo más secreto
se cumple en la cima.
Verdes son los verdes.
Esencial la vida.

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Plenilunio en Cabo de Gata

La calma inmensa del mundo
en esta noche de luna.
Mis pies hollando la arena;
el corazón, las alturas.
Remotos los pensamientos;
el alma quieta, desnuda,
y el sueño en el que me sueño
cuando sea mi noche última
llevándome de tu mano
por las celestes llanuras
de la playa en que me encuentres
hacia Tu Sol que te alumbra.
Esta luna en esta noche,
para las almas profundas.

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En homenaje a Jorge Guillén
Yo sé que amanece

I
Yo sé que amanece.
El Cielo se acerca.
¡Qué blancos, qué puros
los colores llegan!
El recinto aloja
la luz que alborea.
(El mar, ¡qué extensiones
de azules despliega!)
El día me sostiene
un dios que se asienta
en color, en formas,
en mar, en marea
que de afirmaciones
constantes recrea
el mundo en el alma.
El Sol y la Tierra.
Albor: esperanza
de un firme planeta
que al abrir los ojos
tan firme me espera.
Y hay plenitud:
la luz me lo enseña
moldeando un mundo
que siempre se entrega.
Y al mirar: mañana,
absoluta y entera.
Y un ser que mirando…
¡Oh, dicha perfecta!
II
¡Que fuertes los robles!
¡Que vaga su Idea!
Pero, reafirmando
la fuente primera,
está y es más nuestra
resuelta en materia:
ofrece ella sola
rotunda sorpresa.
Asombro de un alma
en un mundo impresa
completo de objetos
que no desintegran
sus formas, sus masas
en un Caos. Certeza
en esa gran música
que adensa materia
que viene a mis ojos
gloriosa y repleta
de ser en su origen;
¡pues es más que ella!

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Celebración

Verterás del profano recipiente
copa tras copa en generoso acto
de homenaje, y el gesto transparente
cumple la promesa: hay un mundo intacto.
Copa tras copa, el corazón honesto,
pletórico de gracias por lo dado,
con ojos nuevos volverá sagrado
la copa, mano, recipiente y gesto.
En copa, en mano, en recipiente, en rito,
el alma se sumerge en la inocencia
de un origen final glorioso y recto.
Pues siendo más que un néctar exquisito
sabemos que columbras en tu esencia
la nobleza de un símbolo perfecto.

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Plenitud,
yo sé de un nombre en un lugar irrepetible,
proclamarse un cuerpo en el lecho suntuoso de la tarde,
de una cierta piel que fue celebración en la gloria de su luz y su penumbra;
sé del abrazo enloquecido, renuncia, afirmación, extrañamiento,
labios que son ojos y ojos que son labios.
Os hablo, estremecido, de una carne en la capilla del exceso,
en los altares que aroman todos los inciensos,
cuyo fasto y esplendor, casi me dijo: Noli me tangere,
que están ya para unirse en esperanza
lo que anuncio en los espejos
y tu deseo.
Plenitud, yo sé de un nombre y un lugar irrepetibles.

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A Ángel Utrera, por todas las veladas compartidas

A Ángel Utrera, que nos hizo partícipes de sus horas purpúreas

Velada en Loma de San Cristóbal

El tiempo es el dolor. Su fruto amargo,
la áspera corteza de la muerte.
El tiempo es el dolor. Así está escrito,
porque el mundo pasa y el hombre
mora en el olvido.
Así lo escribe con indeleble trazo
el viento en las ruinas de los siglos.
Amigo, esta tarde
será la misma tarde, el vino el mismo vino;
será otra la casa, otra la mesa,
y otros serán los comensales.
Amigo, cuando no estemos...
Cuando no estemos.
Ésa la llaga, ésa la herida
que mana, callada e incesante,
en las venas interiores del espíritu.
El temblor que agita en la sombra nuestros sueños.
Ayer, hoy, mañana o nunca,
morir y ver morir seres queridos,
los paisajes felices de mi infancia,
y, golpe tras golpe, despertar el alma del letargo de la vida,
de esta vida, hermosa y terrible, que teje incansable su decurso,
para encontrar en lo Efímero y la Muerte,
un camino hacia Bien y la Belleza.
Mas abramos, en esta nuestra hora,
un paréntesis cordial a los relojes. Ya está la mesa preparada,
tendidos los manteles, y nos espera
un banquete del cuerpo y del espíritu.
Abre la puerta (las fragantes claridades del jardín
acoja el aposento), acerca tu sillón,
dispón del lugar y la velada,
y sin más dilación que la del gusto
despliega los dones recibidos
y llena las copas.
Llena la copa en abundancia,
hasta anegar el interior más profundo de uno mismo,
allí donde se agota el pensamiento.
Oír palabras decisivas.
Sabría cómo engendrar, en lo Efímero y la Muerte, la Belleza.
Sí, llena las copas,
y dejemos que el ahora nos encuentre
gozando del pródigo jazmín,
del laurel alto,
del frágil, verdecido mandarino,
que tantos sinsabores procura su cuidado.
Regálate en la tarde
apacible y decorosa que nos mueve
en los sones mecidos por los aires (allegro, adagio, allegro)
de un amado concierto de Albinoni.
Llena las copas. Apura,
en íntimo silencio recogido,
el don piadoso que se ofrece
del momento perfecto y fugitivo.
Apuremos sorbo a sorbo,
que aún nos queda luz por unas horas
la fugaz proclamación que de lo eterno
se esparce por doquier,
callada e indiferente.
Amigo, cuando no estemos,
¿seremos el instante vislumbrado?
Ausencias sin sentido,
regiones devastadas, el bosque yermo.
Asolados, vacíos, los retiros
que un día gozoso imaginamos
creyendo levantar un paraíso.
Y otro día,
con voz más recia y vigorosa,
se encargará de recordarnos
que en el tiempo se nos fue,
y en él se irá,
lo que en el tiempo se nos dio.
Sin dolo y sin engaño.
Y en estas alturas de la vida,
cuando vemos desplegarse en lontananza
un ejército de estragos en el cuerpo
e injurias en el alma,
cuando se impone que al doblar cualquier esquina
allí nos dejarán, perplejos, preguntando (¿por qué y para qué?)
ante el enigma final de la existencia;
a estas alturas de la vida
nos urge ahondar el corazón,
aventar las muchas ilusiones,
y recoger sin más, devotamente, el grano madurado cada día.
Hoy: la música, la estancia y el jardín,
la tarde inmensa,
un espíritu gentil en nuestros vasos
y un vestigio de Dios sobre la mesa.
Pues, si supimos leer todos los signos,
¿no contiene el vino
la llave de una puerta, y el instante
la impronta de lo eterno?
Cuando no estemos,
¿valdrá para nosotros la ciega afirmación,
el Sí celeste,
al eterno presente vislumbrado?
Busquemos la respuesta en nuestra copa,
bebamos hasta hendir la incertidumbre
de no ser confundida la esperanza
que en la Pascua inefable de su Gloria,
amigo Ángel,
veremos resurgir nuevas las cosas.

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In Memoriam
(24 de enero del 2.018)

Quiero evocar - segundo día de ausencia -
olvidando lo indigno e inmerecido,
aquella otra mañana, en los inicios
del túnel, del horror de su condena.
La evoco ya de pie, en la despedida.
Y quise yo saber y pregunté,
y hubo una respuesta espeluznante
envuelta en sus palabras discretísimas.
Con ese toque suyo de elegancia
en todo, los andares y los gestos,
erguida, se alejó con su destino;
así, pausada, regia en el decoro,
se nos fue por las calles de Almería.
Y fue la última vez y lo sabía.
Quiero invocar, forzando mi vergüenza
- la estúpida vergüenza de los hombres -
y elevar una súplica pidiendo
a Aquel que triunfó del Sufrimiento,
para ti, que sufriste tu calvario,
Ortega Almansa, Mari Carmen siempre,
en nostalgias de ti, de tu presencia,
que nos mires ahora en Su Descanso.

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Canción del Emplazado

I.
Se están cumpliendo, en su lugar y tiempo, todos los plazos que preví en la infancia.
Los refugios que supe temporales - hombres y cosas, parajes, circunstancias -
cumplieron su ciclo inapelable. Frágil consistencia de la vida: humo, aire y olvido conforman
 nuestra patria]  
Vivir por vivir, hora por hora, disfrazando los vacíos con vaciedades turbulentas como
 máscaras]             
O habitar en los recuerdos, el recurso falaz de la memoria: baratijas en el osario de las almas.
Y la Muerte.
Trayendo a la existencia a los que emplaza.
¡Qué avenidas de cipreses
abiertas en mi costado,
por donde huyeron sin rumbo
los que amé y los que me amaron,
hasta que un día mi sombra
cierre el cortejo y el paso!
Un duro manto de piedra
se extiende por los terrados
cegando todas las puertas
a los soles de mis patios.
Los mudos golpes de un yunque
retumban sordos de espanto.

II.
Y quise hacer presente cada término, revestir el corazón de una coraza.
Presente el tiempo de la muerte; el tiempo de mi muerte. Y no me basta.
Pobre heroísmo de opereta que ni llega ni me alcanza
y no satisface lo que ansío: atisbar lo que ignora la Esperanza.
Vano heroísmo de cobarde que no sacramenta y que profana
lo que enseña el Viento y la Palabra:
Arrójate desnudo a los vacíos de los espacios siderales de tu alma.
La vasta Soledad, el territorio. Sólos tu y Él; y tú, nadie y nada.
El Silencio, el aire que respires, y una Sed insaciada en la garganta.
¿Quién se acostumbra a la muerte?
¿Amarrado al duro banco
entre los mares sin costas,
a bogar hasta el naufragio?
¿Quién desatará los nudos
en mi condena de esclavo?
De otras aguas sediento,
frente al abismo me planto:
si hay que saber, sapiencia;
si hay que sentir, milagros;
si acallarse en el silencio,
en el silencio me allano.

III.
Pero antes,
dejadme confesar a lo que aspira, miserable en la osadía, mi plegaria:
¡Si alguna vez, por un instante, en las almenas altísimas del alma,
sólo una vez, sólo un instante, una brisa en los altos adarves de mi alcázar!
¿Una alquimia podrá en sus retortas convertir en certeza la Esperanza?
¿Hablará tu Voz en el instante? ¡Y no aventuro, tremendo, el toque substancial de
Tu Substancia!]                 
Si no alcanzo a despoblar el tabernáculo para ocuparlo el infinito de tu Nada;
si yo no sé escuchar, aboga el Espíritu; a Él apelo en socorro de mis ansias.
Silenciad, canciones mías,
las quiebras de mis desgarros,
desbrozad los sentimientos
aventando los pasados,
y abra la Inteligencia,
postigos, puertas y patios;
enjugue serenamente
las lágrimas de mis párpados
y alumbre mi corazón
ya sin nombre y sin vocablos,
sin el ropaje que visto,
sin albas y sin ocasos.

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La Noche del Orfebre


Cada noche me aplico en la tarea
que en un canto inmortal se aplaudiría.
El vaso que me dé sabiduría
fabrico en el silencio de mi aldea.
Es ardua la labor, ardua la hazaña,
que ha puesto en estas manos el destino.
Dios quiera que señale mi camino
la vocación lunar que me acompaña.
En el silencio de la noche espero
seguir la inspiración de los arcanos,
que infundió en los antiguos artesanos
aquella ciencia del saber primero.
Calla la aldea. El mundo calla. Miro
en el libro el modelo. ¡Qué paciencia
de orfebre! ¡Qué delirio en la prudencia
con que fundo la copa en mi retiro!
Los principios del cosmos, o sus rastros,
imito cuando invoco en el modelo
(y es otra la intención de mi desvelo)
la oculta inteligencia de los astros.
A la pálida luz de los velones
no me canso en trazar, pulir medida,
queriendo encerrar toda la vida
en secretas, insignes proporciones.
No elijo la materia porque agrade.
Ni el número lo elijo por acaso.
En número y materia de mi vaso
a sus leyes atiendo y cualidades.
Persigo, pues, el imposible sueño
de un recipiente que refleje el mundo.
Es otra la intención, otro el profundo
fervor con que me gozo en el empeño.
Llevar quiero la copa a la taberna.
Beber con dignidad el dulce vino.
No es otra la intención, el desatino:
sellar un pacto con la esencia eterna.
Este vaso será como aquel otro
que por última vez usó el Maestro;
cumplió una plenitud de los ancestros,
la antigua aspiración que está en nosotros.
Pues solo el corazón le da sentido
a todos los trabajos y pesares.
¿Veré como el primero de los pares
la unidad de la copa y contenido?
Conviene repetir gesto por gesto,
firmar todos los días una alianza:
no sea que la más leve tardanza
me lleve hacia el olvido más funesto.
Haré una taberna de las horas.
Embriagaré con vino mis afanes.
¡Qué exacta complacencia con mis planes,
oh, gozoso fervor que me devoras!
                *  *  *  *  *  *
Cada noche, al llegar la madrugada,
me place en mi jardín abandonarme.
Bajando a mi jardín para embriagarme
termino cada noche mi jornada.
Espero a ver el Sol entre los robles
bajo el sabio rumor de las acacias.
Atiendo el ritmo, las eternas gracias,
la gracia eterna de las cosas nobles.
Embriagado recibo el nuevo día
y puedo acometer cualquier empresa.
No me agobia el cansancio ni me pesa.
¿Habrá causa más alta que la mía?
Adornada la mesa con las flores,
lirio, rosa, jazmín o gladiolo,
aspiro siempre en mi jardín yo sólo
rendir al nuevo mundo los honores.
Se aploma la Creación sin un murmullo.
Apenas levantada es un emblema.
Esta noche en la copa un nuevo lema,
grabaré con paciencia y con orgullo:
El hombre interior construya el mundo
y sea su modelo... la taberna

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Llevadme,
llevadme a la taberna, amigos míos
que está esperando el vino en las tinajas.
Llevadme, pues quisiera en esta hora
colmar el corazón y se embriague
del dulce y fiel sopor de los sentidos.
Dejadme en mi lugar, junto a la copa,
bebiendo hasta saciar la gran promesa,
el rostro hacia la luz atardecida.
Dejadme en mi lugar, no llegue tarde
y deje de beber al que consuela,
pues ya la negra noche se avecina.
Venid,
Venid, amigos míos, y al unísono
elevemos el vaso de la vida.
Llegad, amigos todos, apresuraos:
el tiempo nos reclama su tributo
y ya la negra noche se aventura.
Bebed,
bebed todos conmigo, no temáis:
aquel que bebe el vino sabiamente
se alumbra con la luz que nos habita.
Bebed conmigo todos, no temáis
el más amargo trago de la noche:
la sangre de la vid será el sustento.
Cuando extienda su manto tenebroso,
augurio de una eterna pesadumbre,
la sangre de la vid será el sustento
y un Cáliz se alzará contra la muerte.

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Atardeceres

La tarde se aleja.
Colma de reflejos
esos horizontes
más vastos y bellos.
También anochece
el alma en silencio.
Sola entre el pasado
y un futuro incierto.
¿A dónde la tarde
y el día en que me asiento,
las horas ganadas
a un oscuro infierno?
Voy hacia la copa;
que sea mi alimento
el más dulce vino
que donen los Cielos,
que sea mi firmeza,
olvido y recuerdo,
agua, sal y trigo,
mensaje en el Tiempo.
El vino y la copa.
Lo que yo me ofrendo
vaga por los mundos
buscando un secreto.
Será lo más próximo,
lejano y eterno:
siempre se presenta
cuando estoy despierto.
Vino, cáliz, alma,
símbolos y viento.
Alma, cáliz, vino,
celajes perfectos.
En esta gran tarde
espero en silencio
la mano, el amigo,
y un destino cierto
que borre en mis noches
terrores y miedos.
Alzo aquí mi copa,
pues sé lo que bebo.
La tarde ya muerta,
los ojos serenos,
yacen para siempre
todos mis desvelos.
El alma se aquieta
si la llama el Centro,
perderé esta vida,
ganaré…

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Despertar y encontrarse en la taberna,
ofrecer allí la copa sin tardanza
y esperar de ese gesto de esperanza
el dulce fruto de la vid fraterna.
El dulce fruto que en la cuba inverna,
sabio regazo, maternal crianza,
escancia, mesonero: tu enseñanza
anegue el caos que en mi razón gobierna.
¡Ah, si alcanzara el sumergirme entero
en sola tu embriaguez y allí sumido
la paz de ser que en lo profundo espero!
Yo; que no acierto en lo que tú has querido:
a darme en oblación, fiel mesonero,
en aras del silencio y del olvido.

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Nocturno de los dos Eros. Tensiones

Palacios,
sinfonías en carne moduladas
en la alquimia confusa de mis noches,
cuando advienen, ardientes como espadas,
una escala de formas sin reproches
me llevan,
por camino tan denso y tan extraño
a descarnar del todo la belleza,
que a una doble y mayor naturaleza
me obligo al despertar del desengaño.
¿Sentiré,
tras las gracias que invoco y que suscito,
retablos prodigiosos de la mente,
con la esencia que anida en el deseo?
No sé, pues
sin dejar en lo bello el accidente,
demorando la Nada que medito,
en la imagen me plazco y me recreo.

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Al Corazón, ad portas

Despídete en este hoy
(mientras circula en tu seno
la frágil y torpe savia
que sustenta el pensamiento)
del ayer y del mañana,
de la Tierra y de tu cuerpo;
cárceles en que forjamos
placeres y sufrimientos,
los afanes y utopías
que teje y desteje el tiempo.
Considera en estas horas,
ante las puertas que llego,
la nada de la que salgo
y la Nada en la que entro.
Corazón, ten fortaleza
si no tuviste denuedo.

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Dum spiro spero

No sé velar, Señor.
Yo me traduzco: esperar.
Término que repito, hasta la saciedad, en mis poemas.
Esperar.
Sin añadir, en éste, nada.
Sin modular ninguna melodía.
Esperar.
Noches.
Silencios.
Soledades.
Apagar luces y voces en la Capilla Sixtina de mi alma.
Y escuchar, en esta noche, a Tomás Luis de Vitoria cuando espero.

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Plegaria

Señor: en esta noche, en que abruma el peso de los tiempos.
En esta noche, tan imposible el hablar, tan imposible, Señor, el pensamiento.
En esta noche, que asemeja la noche de los tiempos.
Soñar la Vida, Señor, soñar la Vida.
Pero esta vida, señor, vida y tormento.
Tormento y llanto, Señor, llanto y lamento
que se elevan a Ti, hacia los Cielos.
Señor, cuánto el misterio. Cuánto esperar, Señor, ante los muros
de Tu Silencio.
No Te comprendo.
Y sin embargo, ¡oh, sin embargo!, ¡cuánto esperar en Ti, mi Dios!
¡cuánto el empeño!
Soñar la Vida, Señor; pero el Silencio...
¡Y cuánto anhelar, mi Dios!
Y cuanto el silencio.

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